Texto publicado en SPEND IN en abril de 2014
Es imposible que exista una sola persona en el mundo que no ame con locura a Jane Birkin, si es que puede amarse sin locura. Para cubrirnos las espaldas diremos que al igual que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, el no conocer a la Birkin no es óbice para no adorarla. Mi amor por ella, igual de fou que otros amores que arrastro orgulloso, no acabará de morir cuando olvide La Chanson de Prévert sencillamente porque nunca podré olvidar esa canción, al igual que no se me borrará de la cabeza el Trompisón que recorre Ex Fan des Sixties, una de las tres o cuatro canciones que siempre canto con mi acento francés de becario de auxiliar de vuelo cuando regreso a casa tras un buen día. Es una de las canciones de mi vida, lo lleva siendo muchos años.
En 1968 la vida timó a John Barry como a un principiante, le quitó de su lado a su segunda esposa, una veinteañera Birkin, y a cambio le puso en la librería del salón su segundo Oscar, esta vez por la estupenda El león en invierno; no se puede ser más loser. Tras el divorcio del compositor británico Jane se va a París y forma con el también músico Serge Gainsbourg una de las parejas más atractivas y admiradas del siglo veinte, quien mientras esperaba a Jane se entretenía en la capital francesa componiendo obra maestra tras obra maestra del pop, fumando sin parar y acostándose con toda la naturalidad del mundo con las mujeres más hermosas a ambas orillas del Sena, y si no se acostaba con ellas les hacía una canción con su guitarra de guerra, fuera cantante o no lo fuera, poco le importaba. La alineación de bellezones para las que compuso a lo largo de su vida suma más portadas de Elle que Casillas del Marca, Petula Clark, Françoise Hardy, France Gall, Dalida, Anna Karina, Brigitte Bardot, Vanessa Paradis, Catherine Deneuve, Isabelle Adjani o la no tan bella pero mitiquísima Juliette Gréco, para quien compuso esa maravilla llamada La Javanaise.
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