Texto publicado en PopMadrid el 18 de noviembre de 2007
Resulta difícil lo de las pantallitas en los conciertos, creo que es un sistema al todavía le quedan varios años para que algo resulte inolvidable, ya que, o bien estas mezclas de vídeoarte y música resultan tediosas por la repetición o bien acaban siendo molestas por la falta de calidad.
Ayer en El Sol, con la sala a reventar, fue una de las veces en que más interesante me ha parecido este tipo de decoración para un concierto. Y más siendo La Casa Azul el protagonista, que aunque Guille se mueva mucho, al final solamente es un señor con una máquina cantando a grito pelado, y si no hubiera estado muy bien pensado, hubiera sido un sonoro fracaso.
Salió Guille con cinco pantallas detrás, una para cada uno de los componentes del grupo, que, con sus esquijamas y cara de pocos amigos, tocaban sus instrumentos sobre un fondo negro. El efecto logrado recordaba por momentos a los fantásticos juegos barrocos de Bill Viola. La inteligencia estuvo en la variedad, en el saber espaciar las actuaciones de los cinco chavales, que si se hubieran paseado por el escenario demasiadas veces habría acabado siendo un rollo. Pero varió, con algunas proyecciones realmente de mérito, como las estupendas de Siempre brilla el sol o El momento más feliz, y solamente un par de ellas bastante baratas.
El concierto, como el que vi hace un par de años en el PlastidePop zaragozano, fue una perfecta comunión entre el público y Guille, que hasta aplaudía en sus deshilachados parlamentos entre canción y canción. Lo peor fue la versión de Love is in the air, que no me convenció nada, como tampoco la interpretación de alguna canción de los inicios, como Galletas, que se descubren flojas ante el apabullante repertorio de los dos últimos discos.