Texto publicado en PopMadrid el 20 de noviembre de 2008
Me acerqué ayer con un amigo a rendir pleitesía a Josele Santiago, que tocaba en el incomodsimo Galileo junto con Vilma y los Señores, de los que solamente llegamos a un par de intensas salmodias post-folk que escuchamos mientras pedíamos unos botellines y terminábamos de despellejar a Mijatovic, y Coque Malla, siempre interesante en todo lo que hace, menos en dejarse bigote, que tocó tras Josele unas cuantas canciones, entre ellas una bellísima ranchera que le hubiera gustado mucho a Gram Parsons y a Enrique Urquijo, y que me convenció tanto que voy a rebuscar sus dos discos en solitario en los cajones de saldos.
Y Josele, con la acústica, la camisa abierta, el pelo desaparecido, su prodigiosa voz tan roquera como siempre -no, más roquera que la semana anterior- y la fantástica guitarra eléctrica de Pablo Novoa, quien, de tan compenetrado que está con lo que hace Josele, no parece más que una marioneta que no sé con qué maneja Josele. Cuando salga de mi encierro delante de esta pantalla, además de los de Coque, iré a por el nuevo disco de Josele y a por el anterior, que no sé por qué, lo dejé pasar. Así que no distinguí los temas nuevos, menos cuando los presentaba él como nuevos, de los del anterior disco.
Las canciones que conocía, las del primer disco, tan fantásticas como cuando las oigo en el disco, pero mejoradas por la tremenda presencia de Josele en el escenario. Es uno de esos tipos raros que aunque no haga nada del otro jueves en el escenario, posee un atractivo que hace que solamente se le mire a él. Las demás canciones, sin ese regustillo big band que recorría el primer elepé, compactas, emocionantes, como la que nombra a Poch y otros amigos de correrías.
Se fue Josele entre aplausos, salió Coque, cayeron un par más de cervezas, acabó Coque, y me fui a casa en metro, intentando juntar las letras para acabar el prólogo de la «Vida de Manolo», que llevaba en el abrigo.