Texto publicado en ÇhøpSuëy el 22 de abril de 2015
Frente al espejo al final del pasillo se puso su americana marrón, la de ligar, dijo su típico “It’s showtime!” como hacía Roy Scheider en All That Jazz y salió de casa hacia la galería de arte donde inauguraba una exposición el pintamonas del cuñado de su amiga Ana, de quien esa misma mañana había recibido tres mil mensajes llenos de “porfa, porfa, ven” con docenas de emojis de cacas y flamencas entre medias. Aunque tangencialmente era del mundillo y seguro que conocía a casi todos los asistentes, en este tipo de eventos siempre se sentía tan perdido e incómodo como Peter Sellers en El Guateque, pero se iba a acercar porque siempre había sido incapaz de decir que no a una mujer y menos a Ana, a quien conocía desde el día en que Tassotti le rompió la nariz a Luis Enrique y tuvieron que salir corriendo de Bodegas Rivas, donde estaban viendo el partido apretados como sardinas en lata, en pandillas separadas pero con algún contacto en común, para que no les pegara un sopapo un energúmeno enfurecido tras descubrir que estaban descojonados brindando a la salud del romano en la barra del bar.
El plan estaba bien, tomar unos vinos y ver algo de pintura con Ana, aunque ponían Stress es tres, tres en 8madrid TV esa noche y quería volver a verla. A pesar de ser mucho más refractario a estos eventos aún que él, esperaba que estuviera Miguel, a quien sus colegas de la facultad llamaban El Druida, quien había sido el nexo de unión entre los dos grupos de amigos de aquel partido de la Selección y que se había casado con Ana al cabo de varios años.
Seguir leyendo en ÇhøpSuëy.