Texto publicado en PopMadrid el 2 de julio de 2009
Ayer me enfundé mis John Smith para ir a la Casa de Campo a ver la representación de West Side Story, obra maestra de los musicales, obra maestra de la cultura del siglo XX, donde todo se conjugó para hacer una obra inolvidable, la historia de Shakespeare, que ya llevaba por ahí rondando trescientos años, Arthur Laurents que moderniza la idea de Jerome Robbins, y los inmensos Leonard Bernstein y Stephen Sondheim que nos dan una clase magistral de pop avant la lettre (estoy seguro que Rufus Wainwright está totalmente de acuerdo conmigo, y la mitad de Wild Honey, que estaban por ahí, también). Todo lo remató Robert Wise con su película y Natalie Wood con su insultante belleza para que todo el mundo recuerde las canciones y la película.
West Side Story es un musical de verdad, quizá el último, con permiso de Bob Fosse, y no tiene nada que ver con esos excrementos que se llaman musical que se hacen ahora, es como comparar El tercer hombre con Pagafantas. Bernstein compone clásico tras clásico, adaptando canciones según la escena, siendo América cuando la cantan las chicas una fiesta y luego en la escena de la violación de Anita una canción de terror. Como la increíble Gee, Officer Krupke, más desconocida, o las bellísimas Tonight, en la versión normal y cuando Bernstein de forma alucinada mezcla tres o cuatro canciones en la escena antes de la muerte de Bernardo, o I Feel Pretty.
Mucho mejor que cualquier concierto de un grupo de ahora -esperemos a ver qué nos regala en el mismo escenario el día 29 Burt Bacharach-, ayer fue uno de esos días en que te vas en metro a casa -además de imitando los bailes de los Jets y los Sharks- con una sonrisa de oreja a oreja, creyendo que la música es lo mejor que hay en el mundo.